miércoles, 3 de agosto de 2011

Andrés



Un cuento para Andrés Rodriguez Aranis.

Andrés detuvo sus pasos a la orilla del risco, bajo sus pies escuchaba como el salto de agua tronaba sobre las rocas.  Un pequeño arcoíris sobresalía de la corriente. La luz , traviesa atravesaba la brisa que soltaba el rio verde que bajaba mesurado entre las rocas de colores que asomaban entre la corriente.
Andrés adoraba bajar todas las mañanas hasta la aguada, antes de que el río se llenara de personas retozando en las aguas. Se sentaba entre las raíces de los árboles y se ponía a escuchar como el viento se enamoraba en la fronda de los árboles.  Cerraba sus ojos y viajaba  desnudo, solo vestido con letras, yendo de una época a otra. Escribiendo solo con sus silencios.
Este ejercicio era de rutina, no aparecía aún el sol, cuando él ya asomaba su cara en la ventana para sentir el rocío que ascendía desde el greñudo pasto que inundaba de manera irregular el paisaje. Adoraba el amanecer y los colores que se desprendían de él, tanto como amaba el sonido del agua cayendo en las rocas y el murmullo del viento entre las fronda de los árboles.
No recuerda en qué momento había dejado de ser un niño, o tal vez nunca lo había sido de tan viejo que a veces se sentía. Sus pasos seguían siendo firmes y ágiles. Vivía en la arboleda al lado del camino que llevaba al hombre al pueblo más cercano, llamado Yumbel.
Andrés había nacido en ese pueblo, pero su madre, un día lo había puesto al lado del pan, en una cesta de mimbre. Las personas pusieron la cesta en una yunta al lado de dos niños que cuidaban con mucho descuido sus viandas. Andrés, se quedó dormido al lado del pan de manteca y no despertó hasta que el mantelito que cubría la cesta fue retirado, entonces el sol pego como plomo sobre su rostro y abrió los ojos. No recuerda más. Despertó de nueva cuenta unos años después ya con los pantalones roídos por el tiempo y la barba y el cabello muy crecidos. Cuando se miró en el agua y vio su reflejo, no se reconoció, quién era aquel hombre que había crecido de pronto sin enterarse. Solamente podía ser él, no había otro que se le pareciera.
La soledad siempre fue su íntima compañera, podían comprenderse plenamente sin dirigirse la palabra. Él ya sabía que sería eterna en aquella casita suya que había construido con sus sueños y sus anhelos.
El bosque era completamente para él, nadie que no conociera los caminos se atrevía a tomar el riesgo y adentrarse. Pero Andrés lo veía mágico, verde en todo su esplendor y se sentía parte de él, aunque a veces se reclamaba porque en muchas ocasiones se sentía completamente vacío, los días todos iguales, sin cambio,  más que en la intensidad del sol y en el cambio de los colores cuando se acercaba el otoño.

Padecía el otoño de tal manera que el cabello le cambiaba de color, casi se le ponía del color de la nieve, para cuando llegaba el invierno su pelo estaba completamente blanco y le caía en ondas perfectas sobre los hombros, Cuando el sol empezaba a menguar, Andrés sacaba del ropero un par de guantes que su madre le había tejido hacía unos años y que tenía ya muy gastados los hilos y las puntadas se veían flojas y débiles en algunos dedos. También tomaba la bufanda de colores que cubrían su cuello y parte de su pecho, las hebras por debajo de la camisa le producían cosquillas y recordaba aquellos juegos que sostenía con su madre tratando de pensar que animal les gustaría ser. Luego terminaban en risas mientras su madre le hacía cosquillas en el cuerpo. Un día su madre salió al sol para no regresar nunca más, entonces Andrés dejó de hablar porque la soledad se había extendido con la ausencia de ella. Pero había aprendido a encontrarla en el sonido del tiempo, en el rumiar del rio bajando por la colina, en el sol que despuntaba de diario , en la luz que se abre paso entre las nubes cargadas de agua. Había aprendido a escuchar su voz en el canto de las aves, en el montón de hojas secas que vuelan dentro del viento, la aprendió a ver en el atardecer, entre los pinos que se ponen dorados y oscuros.
Pero Andrés había permanecido mudo y dormido por mucho tiempo, a veces creía que esos recuerdos eran parte de un sueño. Porque aquel día que despertó debajo del ciprés, se miró completamente solo, igual como se sentía hoy. Tal vez el amor que pululaba dentro de su corazón por su madre, era lo único real a lo que podía regresar. Tal vez se quedó dormido después de haberse bajado de la  yunta, cuando los niños pusieron la cesta sobre el pasto. Después de eso, los recuerdos habían desaparecido para siempre, En ocasiones antes de dormir, una luz destellaba en la memoria y creía que sus recuerdos aparecerían para siempre, pero era inútil, sus recuerdos seguían dormidos en su cabeza.
Pero ahora la primavera se ponía en todos los rincones del lugar y el paisaje cambiaba por completo, todo verde y pintado de colores porque las pequeñas flores que crecía por los prados, llenaban a Andrés de un vigor especial. La primavera siempre le producía la misma sensación. Llegaba hasta el risco a esperar la llegada de los niños que corriendo se metían en el rio y jugueteaban durante horas. El sonido de los pies chapaleando, la brisa levantada por los cuerpos húmedos, rozaba la cara de Andrés y él se sentía compartido de la felicidad de esos seres que ignoraban ser observados entre el pasto.
Andrés perdido completamente en la soledad de su mundo, se contagiaba con los motivos que la vida ponía frente a sus ojos y podía llorar durante horas acompañado de la lluvia que despedía el cielo, o reir mirando como las mariposas poblaban la pradera, buscando un lugar para anidar.
El zumbido de las abejas siempre le había motivado a tomar el papel y escribir. Sobre el aleteo de esas alas transparente creía alcanzar todos los puntos del mundo que le faltaba por descubrir.
Andrés tenía planeado regresar a Yumbel, aunque solo fuera de visita, tal vez en aquellos rincones pudiera encontrar algún recuerdo de esos que tenía olvidado. Sabía que venía de aquellos lares y no perdía la idea de llegar hasta allá un día cualquiera. Sin embargo, algo en su cuerpo, le detenía, se paraba a la orilla del camino que antes estaba lleno de polvo pero que un día unos hombres cubrieron de asfalto y le pintaron unas líneas blancas por el centro. Mirando aquel paisaje largo y oscuro, pensaba que le tomaría muchos días, tal vez años. Y entonces regresaba de nueva cuenta a su pequeña casa que estaba debajo del ciprés
Parece que nada se detiene, el tiempo sigue desmesurado su paso por los caminos de cualquier región. Las regiones crecen mientras algunos pueblos fallecen con el paso y el abandono de los que un día creyeron en ellos, habitándolos.
Han pasado los años, uno detrás de otro, en la mesa de la esquina, donde hay una vela derretida, Andrés ha dejado apilado sus poemas. Todos los que ha escrito mientras permanecía solo, Sobre los papeles ha puesto la medalla que un día su madre le regaló.
Aquella mañana decidió buscarla en el camino del sol. Tal vez al encontrarla pudiera recrear en sus ojos aquellos rincones olvidados de Yumbel que tanto pesaban en su conciencia. Tal vez encontraría las respuestas a sus silencios y a su tristeza. Tal vez pudiera liberar el corazón de una sola vez. Tal vez pudiera ser feliz para siempre, como lo era cuando veía caer la nieve mientras cubría sus manos con  aquellos viejos guantes, o en la primavera cuando veía inundarse de pies infantiles la corriente del rio verde que bajaba entre la colina.
Tal vez encontrar en el camino a su madre, pudiera encenderle los ojos y refrescarle la garganta que seca de tanto llorar, gritaba en silencio por una gota de agua propia.
Salió aquella mañana, apenas apareció el sol, iba a paso firme, decidido como pocas veces, cuando entre los árboles escucho el llanto de alguien. El sonido lo frenó en seco y buscó de dónde provenía ese sonido, metiéndose entre la hierba que crecía al descuido, pudo ver una figura hecha bolita en la mitad de la nada. Con mucha precaución se acercó y la observó llorando, quién le iba a decir a Andrés que aquel llanto le regresaría a la villa, a esos caminos amplios y polvosos, entre casas de madera que escupían columnas de humo. Pudo mirar los ojos de su madre que brillaban mirándolo. La miró sentada a la mesa charlando con él, mientras le tomaba una mano. Quién le iba a decir a Andrés que esas lágrimas le regresarían a un mundo que no le pertenecía. Porque era único, pequeño y maravilloso.
Más tarde , cuando hizo de todo para que la niña fuese encontrada, regresó a su casa. Tomó la medalla que estaba encima de todos los papeles y se la colgó de nuevo al cuello, tomó un papel y empezó a escribir de nuevo.
Afuera el viento empezaba a cantar frío, el sol se ocultaba lentamente pero seguro. La noche empezó a extenderse, la luz de la vela titilaba en las sombra. Andrés y el poema eran uno solo, la letra era una medicina que  sellaba el dolor.
Aquella noche Andrés dejó de sentirse solo y empezó a sentirse.